
Las conversaciones en Bahréin y la posterior reunión de la Comisión de F1 han confirmado lo que muchos temían: el reglamento de motores de 2026 se ha convertido en un campo de batalla político en el paddock. Con posturas encontradas entre fabricantes, pilotos y directivos, el debate ya no gira solo en torno a cuestiones técnicas, sino al rumbo que debe tomar la Fórmula 1.
Desde Audi y Honda —firmes defensores de la electrificación— hasta quienes abogan por regresar a motores más ruidosos y ligeros como los V10 con KERS, el choque de visiones ha obligado a la FIA a mantener una línea de consenso. “La electrificación seguirá siendo parte del futuro”, afirmó Nikolas Tombazis, descartando así una reversión radical del rumbo actual.
Pero el verdadero dilema no es 2031, sino 2026. ¿Producirán estos nuevos coches un espectáculo atractivo? ¿Favorecerán a un solo fabricante? Carlos Sainz fue tajante: “Si me gustara lo que viene en 2026, no hablaría de los V10”. Por su parte, Andrea Stella, jefe de McLaren, pidió responsabilidad: “No hemos empezado 2026 y ya lo estamos desprestigiando”.
En el fondo subyace el miedo a una ventaja desproporcionada. Para evitarlo, se están explorando medidas de compensación para quienes partan en desventaja, como más tiempo en banco de pruebas y margen extra bajo el límite presupuestario de motores.
Red Bull ha expresado su preocupación por el posible “levantamiento y ahorro” excesivo durante carrera, mientras que Mercedes, con Toto Wolff al frente, cree que es tarde para ajustar nada. La tensión entre intereses deportivos, sostenibilidad, espectáculo y justicia técnica está alcanzando su punto álgido.
Quedan 10 meses para el debut de las nuevas unidades de potencia, pero la F1 de 2026 ya está siendo moldeada en despachos cargados de diplomacia… y rivalidad.