
Por Elena Rodriguez | NF1
Durante una rueda de prensa en Silverstone 2023, Max Verstappen bromeó diciendo que podría ganar el Mundial de Constructores él solo. Un año y medio después, la frase resuena con tintes proféticos. No se trata solo de dominio individual: Red Bull lleva temporadas atrapado en un dilema estructural que amenaza su sostenibilidad a medio plazo. Su éxito se sostiene, casi en exclusiva, sobre los hombros del neerlandés.
Una simbiosis técnica con consecuencias
Desde la salida de Daniel Ricciardo en 2018, ningún piloto ha logrado consolidarse como segundo espada en Red Bull. Gasly, Albon, Pérez, Lawson… Todos se han enfrentado a la misma realidad: un monoplaza tan veloz como quirúrgico, afinado al milímetro para un estilo de pilotaje con el que solo Verstappen parece sentirse cómodo.
“El RBXX es como un ratón con sensibilidad al 100%”, llegó a decir Albon. Y no es exagerado. El coche prioriza un tren delantero extremadamente reactivo, ideal para Verstappen, pero que penaliza la confianza de cualquier otro piloto en la entrada a curva. Esa tendencia se acentuó a partir de 2022, cuando Red Bull introdujo una evolución clave en Montmeló. Desde entonces, el gap entre Max y sus compañeros se amplió de forma consistente.
Números que incomodan
Las cifras reflejan un abismo técnico. En clasificación, el delta medio entre Verstappen y Pérez en 2023 fue de 0.66 segundos. En carrera, la diferencia por vuelta rondó el medio segundo. Ningún otro equipo registró una brecha interna tan pronunciada.
Lawson, en sus apariciones esporádicas, también quedó muy por detrás: hasta un segundo en Q1 de Australia y ocho décimas en China. En una era donde la Fórmula 1 se decide por detalles, estas diferencias revelan una dependencia inquietante.
¿Un coche hecho para Max?
Christian Horner insiste en que Red Bull no diseña coches para un piloto, sino para ser rápidos. “Max simplemente pide más y más dirección delantera. Es donde él vive, en ese filo. Y si es nuestro piloto más rápido, seguimos ese camino”, explicó en Shanghái.
Pero esa dinámica, inevitable en lo competitivo, encierra un riesgo. Cuanto más se afina el coche para Verstappen, más difícil resulta para cualquier otro extraer rendimiento. Lo que funciona ahora podría volverse insostenible si Max se marcha.
¿Y después de Verstappen, qué?
Aquí surge la verdadera inquietud. Red Bull ha construido un ecosistema técnico, humano y competitivo alrededor de Verstappen. Su marcha implicaría más que reemplazar a un piloto: exigiría una reconfiguración filosófica del proyecto. Desde el diseño del coche hasta la estrategia en pista, pasando por la retroalimentación en fábrica.
“Tenemos que darle a Max un coche ganador, y lo sabemos”, admite Helmut Marko. Pero esa necesidad refuerza un bucle: cuanto más dependes de Verstappen, más condicionas el desarrollo técnico a su estilo. Y cuanto más exclusivo es ese entorno, más difícil resulta imaginar una transición fluida sin él.
Conclusión: éxito a corto, incertidumbre a largo
La apuesta de Red Bull ha sido lógica y rentable: explotar al máximo el talento generacional de Verstappen. Pero esa misma lógica les encierra en una paradoja. En 2025, con rivales como McLaren y Mercedes acortando distancias, la falta de un segundo piloto competitivo puede volverse un lastre estratégico.
¿Podrá Tsunoda romper el ciclo? ¿Encontrará Red Bull un equilibrio entre adaptación y rendimiento absoluto? La respuesta definirá no solo su 2026, sino su futuro como estructura dominante en la Fórmula 1.